14
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
Un fraile más
Transcurrieron unos días maravillosos. Calcetín era un frailico más. Dormía en
una cama de madera. Se levantaba a las seis. Comía en la mesa con los frailes,
pero no creáis que comía paja, sino berzas, lentejas y bacalao; el agua casi no le
gustaba. Prefería el vino. Pero ningún fraile quería estar a su lado porque al
menor descuido le comía su comida. En la huerta estaba encargado de la noria,
pero como los frailes lo querían mucho, fray Tiburcio, el herrero, se enganchaba
él a la noria. Mientras tanto, el burro dormía la siesta al lado de fray Perico.
Y una gran paz, una gran alegría comenzó a reinar en el convento.
El borriquillo, que tenía su celda al lado de fray Perico, era el primero que se
acostaba, y todos los frailes iban a darle las buenas noches. Le llevaban una
‐
34 ‐Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
35 ‐zanahoria, una hoja de lechuga, una naranja, un puñado de higos. ¡Qué
pelmazos! Le arreglaban la almohada, le mullían el colchón, lo arropaban bien
con las mantas y fray Perico le contaba un cuento para que se durmiera. Daban
las nueve y ya estaban los frailes roncando. El que más roncaba era fray Perico.
Hacía un ruido como una trompeta vieja. Los frailes se levantaban enojados
porque Calcetín podía despertarse con aquellos ronquidos. Pom, pom, pom,
daban golpes en la puerta.
El único que no dormía era el padre superior, que se pasaba muchas noches
rezando el rosario o echando las cuentas del convento.
¡Kikirikí! Los frailes, tiritando, saltaban de la cama y corrían por el pasillo
para entrar en calor. Bien lavados y peinados, iban a despertar al borrico, le
daban los buenos días, le lavaban la cara y las orejas y luego lo secaban y lo
peinaban.
Fray Perico no quería levantarse. El burro tiraba del colchón con los dientes y
echaba a fray Perico al suelo. El pobre fraile se levantaba con los ojos cerrados,
se ponía las zapatillas al revés, se llevaba una sábana creyendo que era una
toalla, en vez de jabón asía una onza de chocolate, se lavaba con un dedo, se
limpiaba los dientes con el cepillo de los zapatos, y se volvía a meter en la cama
con zapatillas y todo.
¡Dan, dan, dan! Los frailes tocaban uno por uno la campanilla al entrar en la
iglesia. Pero ya no eran veinte campanadas: eran veintiuna, porque fray
Calcetín también tiraba de la cuerda con la boca. Entraba en la iglesia y se
colocaba en un sitio al lado de San Francisco.
El buen San Francisco sonreía tiernamente al verlo.
Ésa era la vida apacible del convento uno y otro día. Todos estaban
contentos, nada turbaba aquella paz. Hasta que llegó el invierno. Nevaba
copiosamente aquellos días. En el convento, los frailes se ponían papeles debajo
del hábito para resistir el frío, y encendían astillas por los rincones. Todos
tenían sabañones. Todos. ¡Hasta el borrico, en las orejas!
En la huerta, los frailes hacían batallas con bolas de nieve; todos tenían algún
chichón en la cabeza. En la biblioteca no había quien parase, y fray Olegario no
podía escribir porque se le helaba la tinta.
San Francisco tiritaba en su altar, y fray Perico se quitaba una manta por la
noche y la ponía sobre los hombros del santo.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
36 ‐15
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
El lobo
Los pastores estaban aterrados: un lobo grande y hambriento había llegado de
la sierra acosado por el hambre, atacaba a los ganados y se comía las ovejas, las
gallinas y todos los animales que encontraba.
Por la noche se le oía aullar, y los aldeanos se acurrucaban en la cama, con los
pelos de punta. Un guarda perdió al correr el sombrero y los zapatos, y el lobo
se los comió sin dejar más que los cordones.
Los frailes temían por Calcetín. Por la noche hacía uno guardia con una
estaca, en la puerta; por la mañana no le dejaban salir a la huerta y, si salía, iban
todos alrededor, cada uno con una escoba.
Así estaban las cosas cuando un buen día el lobo desapareció; ya no entraba
en los corrales, ya no se encontraba ninguna oveja despedazada, ya no había
rastros por la nieve. ¿Se habría muerto de frío?
Una tarde, fray Perico fue a vender cacharros al pueblo. Cuando volvía con
un jamón que le habían regalado, vio al lobo pillado en un cepo. Lanzaba unos
aullidos lastimeros, pero en la boca le asomaban unos colmillos horribles de
grandes y los ojos parecían dos carbones encendidos.
Tentado estuvo el fraile de echar a correr, pero pensó que los vecinos eran
muy rencorosos y matarían al lobo sin piedad cuando lo vieran indefenso.
Entonces le echó el jamón, y el lobo se lo comió en un santiamén, con hueso y
todo; después se relamió y abrió la boca por lo menos tres cuartas. «Tiene
hambre
y a mí sin dejar ni los huesos; pero tengo que soltarlo, pues si no, se morirá sin
remedio.»
De pronto se acordó de que llevaba en el bolsillo el rosario de San Francisco.
Lo sacó con mano temblorosa y rezó lo menos doscientos o trescientos rosarios,
pidiendo a San Francisco por el lobo. Muy despacio, muertecito de miedo, se
acercó al animal y le ató el hocico con el rosario de San Francisco. El lobo podía
haberle dado un mordisco, pero se estuvo quieto y apagó el fuego de sus ojos.
Alguna virtud extraña tenía aquel rosario.
El fraile abrió el cepo que aprisionaba las patas del lobo, le curó como pudo
las heridas con su pañuelo y le dijo:
‐pensó fray Perico‐. Si lo suelto no le costaría mucho comernos al burro‐
El lobo dudó un poco, pero siguió a fray Perico que, montado en el burro,
tomó la cuesta abajo. Unos leñadores, cuando vieron al lobo detrás de fray
Perico, tiraron las hachas y se subieron a un pino muy alto. El tío Carapatata, el
molinero, se metió en un saco de harina. El tío Pistolas, el cojo, tiró las muletas y
llegó más de prisa al pueblo que cuando tenía las dos piernas sanas.
Y fray Perico llegó al convento con el lobo detrás y corrió a la iglesia a dar las
gracias a San Francisco.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¿Te vienes al convento?‐
‐
la capucha.
37 ‐Mira quién está aquí ‐dijo fray Perico‐. Si no es por tu rosario, no nos deja ni‐
rabo entre las piernas.
Acércate ‐dijo San Francisco. Y el lobo, temblando, se acercó a sus pies con el‐
El lobo no respondió. Fray Perico echó las cuentas con los dedos en un libro
donde tenía todo apuntado con rayajos y palotes.
¿Cuántas ovejas te has comido?‐
Treinta y siete se ha comido en un mes ‐dijo al fin el fraile.‐
¿Y cuántos cerdos has devorado, hermano lobo? ‐siguió San Francisco.‐
Dieciocho ‐dijo fray Perico.‐
El lobo no contestó, sino que se escondió detrás de fray Perico.
¿Y cuántas gallinas?‐
Doscientas treinta y cinco ‐dijo fray Perico.‐
¡Qué barbaridad!‐
también, cuando tengo hambre, le quito las cosas a fray Pirulero.
Tenía hambre, padre Francisco ‐intercedió el fraile en favor del lobo‐. Yo‐
Ya, ya lo sé. ¿Qué te parece a ti si el lobo te comiera una pierna?‐
Sería horrible.‐
como si tal cosa.
Pues también es horrible que se coma las ovejas, las gallinas y los cerdos‐
No lo volverá a hacer, padre Francisco...‐
Entonces el lobo, que estaba acurrucado en un rincón, echó muchos
lagrimones por los ojos, se acercó a San Francisco y le puso una pata en las
sandalias para mostrar su arrepentimiento.
Eso espero.‐
vendrás al convento a comer. Fray Perico cuidará de ti.
Fray Perico lo abrazó muy contento, luego lo ató con el cíngulo y se lo llevó a
la cocina para darle de comer. Por los claustros encontraron a fray Olegario
apoyado en su bastón; como era tan corto de vista, le pisó el rabo al lobo y éste
le dio un mordisco en el hábito y le hizo un siete.
De hoy en adelante dormirás en el monte ‐ordenó el santo‐, y todos los días‐
El padre Olegario, cuando se puso los anteojos y vio al lobo con aquellos
dientes tan grandes, tiró el bastón y salió dando zancadas por el pasillo. Subió
las escaleras de cuatro en cuatro para encerrarse en la biblioteca. Poco después,
fray Sisebuto dobló una esquina con un saco de carbón para la fragua y se
tropezó con fray Perico que regañaba al lobo por tener tan mal genio. Fray
Sisebuto dio un salto, tiró el saco y fue a esconderse en el fondo de la carbonera.
Estaban los demás frailes comiendo en el comedor, y fray Perico dijo al lobo:
Quieto, hermano lobo ‐dijo fray Perico.‐
gustarán.
Al llegar, los frailes regañaron mucho a fray Perico:
Ven, comerás con mis hermanos. Hoy tenemos patatas con arroz y te‐
¿Cómo has tardado tanto? Teníamos miedo por ti y por Calcetín.‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
He tardado porque me encontré a un amigo en el camino. Tiene hambre.‐
‐
Fray Perico dijo:
38 ‐Dile que pase y que coma ‐dijo fray Pirulero yendo por un plato a la cocina.‐
Al ver los frailes al lobo tiraron las cucharas, las sillas y los vasos y salieron
corriendo. A fray Pirulero, que llevaba una pila de platos, se le cayeron todos al
suelo. Los frailes, unos se metieron en el horno del pan, que estaba apagado;
otros se subieron a lo alto del campanario; fray Bautista se encaramó encima del
órgano; fray Silvino se metió en una cuba llena de vinagre y tapó la boca con
una tapadera. El lobo estaba apesadumbrado por lo ocurrido, bajó la cabeza y
pensó:
Entra, hermano lobo.‐
Fray Perico lo consolaba:
Esto me pasa por ser tan malvado; todos me huyen, tienen miedo de mí.‐
yo.
En esto llegaron todos los hombres del pueblo, armados de escopetas, hoces,
palos y sillas para matar al lobo y librar a los frailes, que tocaban las campanas a
rebato pidiendo auxilio. Salió fray Perico seguido del lobo y todos se subieron a
los árboles o se lanzaron al balsón tirando las escopetas, llenos de miedo.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Hermano lobo, no estés triste. Cuando vean que eres bueno te querrán como‐
39 ‐16
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El arca de Noé
Cuando los aldeanos vieron al lobo sentado junto a fray Perico, royendo un
hueso, se quedaron sorprendidos; las gallinas picoteaban a su lado. Los frailes y
los vecinos se acercaron poco a poco y dieron gracias a Dios por el maravilloso
cambio del lobo. Desde entonces, el lobo entraba en el convento todos los días,
dormía en el monte y los vecinos no le temían. El único que le tenía miedo era
fray Olegario, desde que el lobo le hiciera un siete en el hábito por pisarle la
cola. Si lo veía, se subía en una silla para no pisarlo y no se bajaba hasta que no
estaba bien lejos. También fray Pirulero le tenía respeto al verlo con aquellos
dientes y aquel pelo. ¡Qué diferentes eran el gato y el borriquillo de este otro
animalote! Al gato le daba un escobazo y salía haciendo ¡fu! por la ventana; al
lobo le atizaba con el hierro de la cocina y el que tenía que salir corriendo era
fray Pirulero.
¡Pobre fray Pirulero! Siempre tenía que tener la cocina cerrada, apestando a
humo, pues cuando no era fray Perico que robaba las chuletas, era Calcetín que
se comía las natillas, o el lobo que tiraba de una ristra de chorizos, o el gato que
se llevaba las sardinas por docenas. ¡Y en la mesa ya no se cabía!
‐
a su izquierda al lobo y en los hombros al gato.
A veces se colaban por la ventana las gallinas y se ponían a picotear encima
de la mesa, a beber en los vasos y a comerse los garbanzos, y los frailes se
quedaban sin probar bocado por culpa de fray Perico, que se enfadaba mucho si
alguno las espantaba.
Y en cuanto al lobo, ¡qué manera de comer, qué poca educación, qué
glotonería! Parecía que no había comido en su vida. No usaba cuchara, ni
tenedor, ni cuchillo, no se ponía servilleta, tiraba la comida con la pata al suelo
y la devoraba a bocados. Hacía mucho ruido cuando sorbía el caldo y se
zampaba el postre con cáscara, ya fueran melones, plátanos, castañas o nueces.
Fray Perico le regañaba y le daba algún capón que otro, pero nada conseguía.
De todas maneras, el lobo no volvió a comerse ni una gallina ni una oveja,
como lo había prometido, y solamente una vez le rompió los pantalones al tío
Carapatata por darle una piedra en lugar de un trozo de pan. Pero, en cambio,
una vez que venía el señor Hildebrando de recoger la remolacha y se cayó al
río, el lobo lo sacó de las aguas revueltas cogiéndole con los dientes por los
calzones de pana.
El lobo murió muy viejo, muy viejecito, tan viejo que se le habían caído los
dientes y Fray Perico le tenía que dar papilla de guisantes. Un día se dio un
atracón de pepinos, que le gustaban mucho, y murió tranquilamente, rodeado
de todos los frailes y vecinos que lo lloraron bastante. Fray Perico lo enterró
junto a un abeto del camino.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Así iban pasando los años por el convento. Fray Perico era cada vez más
inocente y más bueno; el burro estaba cada vez más blanco y más gordo.
Cuando murió el lobo, el convento quedó un poco triste. Los frailes, después
de cenar, recordaban las andanzas del animal por el convento. Fray Pirulero
contaba que un día dio un salto de siete metros y se llevó un jamón que tenía
colgado del techo de la despensa. Fray Bautista, el organista, se acordaba con
lágrimas en los ojos de cuando el lobo le pasaba con la pata las hojas de sus
partituras. Fray Sisebuto se acordaba de cómo manejaba el fuelle de la herrería,
tirando de la cadena con la boca. Fray Cucufate se enternecía cuando contaba
que el lobo movía con la cola el molinillo del chocolate.
Y a fray Olegario se le hacía un nudo en la garganta cuando se miraba el
hábito y veía el siete que el animal le había hecho por pisarle la cola. Fray Perico
tenía los ojos enrojecidos de tanto llorarle, pues cada rincón del convento le
traía recuerdos imborrables del animal.
Pero como el lobo había muerto bien cuidado y rodeado de cariño, el dolor
de los frailes no era amargo, sino dulce y consolador. El lobo había muerto
arrepentido y con la bendición de San Francisco, y eso era un gran consuelo.
Parece el arca de Noé ‐decía fray Sisebuto, que tenía a su derecha a Calcetín,‐
40 ‐Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
41 ‐Además, ¡había tantas cosas donde poner el cariño y el amor de aquellos
veinte frailes barbudos y bondadosos! ¡Había tantas gallinas, patos, corderos,
hormigas, flores, plantas, árboles, que necesitaban su ayuda y atención! Y, sobre
todo, estaba el borrico, que con sus travesuras hacía las delicias de la
comunidad.
La vida, pues, siguió su curso. Los frailes siguieron levantándose antes de
salir el sol, y el día seguía desgranándose, monótono y pausado, como las
cuentas de un rosario.
A fray Perico le costaba sacar al burro de la cama. Ya en la capilla, los frailes
hacían sus largas oraciones arrullados como siempre por los ronquidos de fray
Perico.
Después salían los frailes de la capilla. Un tufillo a chocolate llegaba del
comedor. Calcetín salía corriendo, pero el cocinero tenía tapada la chocolatera.
Mientras rezaban, el borrico se comía los bizcochos de su vecino fray Sisebuto.
Fray Perico le ponía la servilleta a Calcetín y le llenaba la escudilla con cinco
cazos de chocolate. Después del desayuno, todo el convento se llenaba de
ruidos. Fray Sisebuto, el herrero, encendía la fragua. Machacaba en el yunque
con su enorme martillo: ¡tic, tac, tic, tac! Calcetín le ayudaba tirando del fuelle
de la fragua con los dientes.
Fray Gaspar, el del tejar, hacía tejas.
Fray Ezequiel cuidaba de las abejas.
Fray Bautista daba la lata en el órgano.
Fray Opas cepillaba con su garlopa.
Fray Jeremías cosía calcetines en la sastrería.
Fray Simplón se pillaba los dedos con el martillo.
Fray Pirulero pelaba patatas para el puchero.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
42 ‐17
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
Sopa de Letras
Ningún fraile estaba ocioso. Cuando daban las nueve, los monjes iban a la
biblioteca. Allí había libros de todas las clases: gordos, flacos, azules, amarillos.
Todos muy viejos. Todos llenos de polvo. Había uno que pesaba una tonelada;
para pasar las hojas tenían que emplearse dos frailes. Era la historia del
convento.
Fray Pirulero leía un libro de cocina.
Fray Ezequiel, la vida de las abejas.
Fray Pascual, la vida de las gallinas.
Fray Perico, como no sabía leer, se sentaba en un rincón a hojear los libros de
santos. El burro se sentaba a su lado.
Pero los frailes no podían leer tranquilos. Fray Perico no hacía más que
preguntar y preguntar.
Hasta que un día el padre Nicanor se hartó de oír pasar hojas y hojas a fray
Perico y dijo:
‐
¡Es una vergüenza que un fraile no sepa leer ni escribir!‐
letanías inventa. ¡Los santos se tapan los oídos cuando empieza!
Es verdad ‐dijeron todos‐. Hay que ver qué herejías suelta en el rezo y qué‐
superior.
El padre Olegario se puso blanco como el papel, pero agachó resignado la
cabeza. Sabía lo cerrado de mollera que era fray Perico, incapaz de rezar el
Padrenuestro sin mezclarlo con el Credo y los Siete pecados capitales, la Salve y
el Yo pecador.
Fray Perico compró un lápiz y un sacapuntas, y fray Olegario le puso a hacer
palotes como si fuera un chiquillo. ¡Qué palotes! Parecían culebras y renacuajos.
¡Qué sietes! ¡Qué agujeros en el papel! El burro le ayudaba a veces borrando con
su áspera lengua los garabatos mal hechos, pues fray Perico no tenía goma.
Lo peor era leer. Fray Perico se armaba un lío tremendo entre la ele y la elle y
la uve doble y la sin doblar.
¡Qué paciencia la del pobre fraile, que tenía que dejar sus libros y
diccionarios para escuchar las barbaridades de fray Perico!
Para éste una efe no era una efe sino el padre Nicanor, el superior, que
sobresalía de entre todos por lo alto que era; la te era el martillo de fray
Sisebuto; la ge, el gato de fray Pirulero con el rabo torcido. Fray Olegario se
mesaba la barba y levantaba los brazos al cielo suplicando paciencia. Fray
Perico se golpeaba la cabeza contra la mesa, desconsolado:
Desde mañana, que aprenda a leer con el padre Olegario ‐ordenó el‐
Un día, fray Olegario, enfadado por esta cantinela, le preguntó:
¡Es imposible! Hay tantas letras que jamás me las meteré en la cabeza...‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Pero, fray Perico, ¿cuántas letras hay?‐
‐
Fray Olegario se derrumbó abatido en un sillón.
43 ‐¡Huy! Por lo menos dos millones.‐
Pero, alma de cántaro, si sólo hay veintiocho.‐
corriendo, con Calcetín, pasillo adelante.
¿Veintiocho? ‐gritó estupefacto fray Perico; y dando un portazo salió‐
Al rato, fray Perico llegó con el borrico cargado con tres sacos muy pesados.
¿Dónde irá? ‐se preguntó fray Olegario.‐
¿Qué traes ahí?‐
Tres sacos de letras.‐
¿Tres sacos de letras? ¿De dónde los has sacado?‐
De la despensa.‐
¿Estás loco?‐
No, no lo estoy. Estos sacos son los que usa fray Pirulero para hacer la sopa.‐
¿La sopa?‐
convento hasta el día del juicio.
Sí, la sopa de letras. Hay tantas letras que podríamos estar comiendo todo el‐
una «o» de una calabaza
Mientras tanto, fray Pirulero, que había echado en falta sus sacos, llegó a la
biblioteca y se quedó con la boca abierta. El burro tenía metida la cabeza en uno
y se había zampado la mitad de su contenido.
Pues aunque tengas un cólico miserere de tantas letras, jamás distinguirás‐exclamó dando un puñetazo en la mesa fray Olegario.‐
Pero, fray Olegario, ¿has visto lo que está haciendo el borrico?‐
El cocinero bajó con las orejas gachas a la cocina, pensando que, con el
apetito con que comía el asno, pronto llegaría a sabio; pero a costa de dejar sin
sopa a todo el convento. Así pues, llegó a la despensa y cerró con cien llaves, no
fuera a ser que después de la sopa utilizara fray Olegario los chorizos, los
quesos, las manzanas y el membrillo para enseñar botánica y zoología al
borrico.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Sí, hermano, está aprendiendo a leer ‐contestó el anciano.‐
44 ‐18
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Pajaritas de papel
Un día, fray Olegario se enfadó y con razón: fray Perico había hecho cisco el
libro más gordo de la biblioteca y había hecho más de cuatrocientas pajaritas de
papel que llenaban la larga mesa de la biblioteca como si fuera un gallinero.
Era un libro de álgebra y trigonometría, lleno de números y de raíces, donde
fray Procopio hacía sus cálculos para saber las distancias de la Luna y las
estrellas, y si había atmósfera, humedad y vida en las remotas inmensidades.
Fray Perico consideraba todo eso una tontería pues, enchufando el telescopio al
cielo, se veían por la noche, según decía él, correr elefantes por la Luna y saltar
liebres en Marte y dar coletazos las ballenas en los mares de Júpiter. ¡Qué
necesidad había de tantos numerajos feos, de tantas cuentas interminables, de
tantas ecuaciones, progresiones y zarandajas!
Orientaba el telescopio y se veían cosas maravillosas a cientos de kilómetros
de la tierra. El burro también miraba y se ponía tan contento viendo correr
multitud de borricos por los fértiles prados de Marte. ¡Cómo rebuznaba el
asnillo al mirar por el anteojo!
Por eso fray Perico, en vez de estudiar la cartilla, llena de signos
incomprensibles, se había puesto a hacer pajaritas de papel con aquel librote
serio, de hojas inacabables, escrito por un tal Pitágoras a quien, según decían, se
le había ocurrido inventar la tabla de multiplicar.
‐
Y arranca que te arranca y dobla que te dobla, aquel libro había quedado
convertido en una pajarería. El burro resopló, y las pajaritas volaron desde la
mesa a la ventana, y desde la ventana hasta los manzanos y los perales y los
tomatales de fray Mamerto, que se quedó turulato al ver el huerto plagado de
aquellos extraños pájaros.
Corrieron los frailes a sus gritos y, después de cazar varios de aquellos
picudos animalejos y después de discutir cómo habrían llegado hasta allí y de
qué especie eran, pudieron comprobar que salían de la ventana de la biblioteca
en bandadas numerosísimas.
¡Vaya un tostón! ‐dijo fray Perico.‐
¡Atiza, si son las hojas de mi libro! ‐gritó fray Procopio medio llorando.‐
seguido de todos los frailes, escaleras arriba.
Cuando llegaron era tarde. Del libro sólo quedaban las pastas.
El padre superior se puso como un basilisco, expulsó a fray Perico y a
Calcetín, con cajas destempladas, de la biblioteca y gritó:
Esto es cosa de fray Perico ‐afirmó el padre superior mientras corría,‐
¡Desde mañana irás a la escuela del pueblo!‐
Yo no quiero ir ‐dijo fray Perico.‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Pues irás, lo mando yo.‐
45 ‐19
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¡A la escuela!
Al día siguiente, el padre superior llamó a fray Perico, le montó en el borrico y
dijo:
‐
en el camino.
Fray Perico, llorando, tomó su cartera y se presentó a la puerta de la escuela
acompañado del borrico.
Estaba el maestro sentado a su mesa y el borrico asomó la cabezota por la
ventana y dio un par de mordiscos en el sombrero de paja que estaba colgado
en la percha. ¡Qué susto se pegó el pobre maestro!
Los muchachos salieron por las ventanas y rodearon a fray Perico, que estaba
subido en su asno como un patriarca. El maestro, un hombre viejecito y calvo,
salió muy enfadado con los restos del sombrero en la mano:
¡A la escuela! Y no se te ocurra pararte a tomar una seta o una hoja de perejil‐
¿Qué deseas, hermano?‐
Quiero aprender a leer, a escribir y a hacer cuentas.‐
Fray Perico lo ató y entró en la escuela. Todos los muchachos querían que el
fraile se sentara a su lado y le llamaban y le ofrecían lápices y gomas, avellanas
y sacapuntas.
Pero el maestro le puso en el primer banco para tenerlo cerca de su vara,
pues el fraile, desde que entró, no hacía más que repartir estampas y tirar de las
orejas a los más traviesos, diciéndoles que fuesen buenos. Así que se sentó fray
Perico, el burro, que se vio solo, comenzó a rebuznar, y el maestro tuvo que
cerrar las ventanas pues no podía explicar la lección.
Mas el asno rompió la cuerda que lo sujetaba, se acercó a la puerta, y de un
par de coces hizo saltar la cerradura y un trozo de madera con un estruendo
terrible.
Pues entra, pero deja el borrico atado a ese árbol.‐
adelante, se colocó junto a él ante el asombro del maestro y el regocijo de todos
los discípulos.
¡Adelante! ‐dijo el maestro. El animal buscó dónde estaba el fraile y, pasillo‐
miraba muy atento la cartilla de fray Perico.
¿Sabe leer? ‐preguntó el maestro, asombrado, observando que el asno‐
Fray Perico le señaló la a, y el burro rebuznó una a tan sonora que el maestro
se tapó los oídos por no quedarse sordo.
Más que yo ‐dijo el fraile‐. Sabe las vocales.‐
cerrada.
Fray Perico puso el lápiz en los dientes del pollino, y éste, moviendo la
cabeza, llenó de palotes un cuaderno entero. El maestro estaba patidifuso y
preguntó que si sabía también sumar.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Basta! ¡Basta! ‐gritó el maestro‐. Prefiero que escriba, así tendrá la boca‐
‐
El maestro interrogó al asno:
46 ‐No sé si sabrá ‐contestó fray Perico‐. Pregúntele.‐
El burro dio un par de coces que derribaron la mesa del maestro patas arriba.
El maestro se puso perdido de tinta y se limpió con el trapo de la pizarra.
Una y una ¿cuántas son?‐
El maestro apuntó en la lista a sus dos nuevos alumnos, pero aconsejó a fray
Perico que pusiera un bozal a su asno, pues mientras escribía los nombres, el
pollino se había zampado el libro de geografía que tenía las pastas verdes, la
papelera de mimbre y lo que aún quedaba del sombrero de paja.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Caramba, pues sí que sabe!‐
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∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
Los deberes
Durante todo el invierno estuvieron yendo a la escuela, y fray Perico se divertía
mucho los días de nieve: como estaba el camino helado y era cuesta abajo, fray
Perico se hizo un trineo con la artesa de amasar el pan, y bajaban los dos
montados en el vehículo a una velocidad fantástica, desde la puerta del
convento hasta la misma escuela.
Una vez, los chicos de la escuela, que eran de la piel del diablo, llenaron la
alforja de Calcetín con nieve. El borrico, al entrar en la escuela, se acercó a la
estufa; el calorcillo derritió la nieve y, ¡qué charco se formó!
‐
¿Qué ha pasado ahí? ‐gritó el maestro muy enfadado.‐
El maestro ordenó a fray Perico echar serrín, regañó severamente al borrico
para que fuera más cuidadoso y lo dejó sin comer. Entonces fray Perico echó en
cara a sus condiscípulos su poco compañerismo al descubrir al maestro la falta
que había cometido el asno. Pero al burro le importó poco el castigo, pues en un
descuido se comió el bocadillo de pan y chorizo que traía el maestro para
desayunar.
Y todos celebraron mucho la ocurrencia del asno. Hasta el maestro, que se
reía con disimulo escondiendo la cabeza tras el libro de matemáticas.
Había llegado la primavera, y el burro había aprendido a leer y a escribir, a
sumar y a restar. Fray Perico no había aprendido ni jota. Fray Olegario le
preguntaba todos los días:
El borrico, que se ha hecho pis ‐dijeron los muchachos.‐
Fray Perico, ¿qué has aprendido hoy en la escuela?‐
A jugar a las bolas.‐
Fray Perico sacaba unas bolas y enseñaba a jugar a los frailes. Una tarde, fray
Perico sacó un utensilio de las alforjas.
Los frailes le rodearon.
¿Y cómo es eso?‐
¿Qué es eso?‐
Un peón.‐
Fray Perico bailó el peón, y los frailes quedaron maravillados. Los religiosos
aprendieron pronto, y todas las tardes, en la biblioteca, se jugaban el postre, o la
capucha, o las sandalias. Mientras, fray Perico y el asno hacían sus tareas. Pero,
¡qué tareas! Fray Perico arrancaba unas hojas del libro y hacía unos barcos y
unos molinillos de papel que dejaban a los frailes con la boca abierta. Éstos,
cuando no los veía el prior, se colocaban con un alfiler, un molinillo en la punta
de la capucha, y con el aire había que verlos girar. Sobre todo cuando los frailes
corrían por el pasillo o se deslizaban por las tablas enceradas. En las celdas,
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
cada fraile ponía su barquito en la palangana y se pasaba las horas muertas
viéndolo navegar.
El convento había cambiado. A los libros les faltaban la mitad de las hojas. El
padre superior se tiraba de los pelos. Los frailes, cuando se cansaban de
estudiar, se tiraban bolitas de papel, o ponían lagartijas en las camas, o cazaban
moscas al vuelo. Todo eran cosas traídas por fray Perico, que llenaba de alegría
el convento. Se jugaba al parchís por los rincones, y fray Olegario hacía unas
trampas tremendas.
San Francisco sonreía desde su altar y se alegraba cuando oía jugar a sus
frailes a la gallinita ciega o a policías y ladrones.
¿Y cómo funciona?‐
¿Sabéis cazar grillos? ‐preguntó un día fray Perico.‐
Fray Perico les enseñó a cazar grillos con una pajita. Cada fraile tenía un
grillo en su celda, y por la noche armaban un ruido tremendo con su gri, gri.
Hasta San Francisco tenía cinco en su capucha; fray Perico los había cazado
junto al estanque. A la hora de maitines, casi tapaban las voces roncas de los
frailes. El santo se frotaba las manos y decía:
No ‐dijeron los frailes.‐
San Francisco, con ver el convento sonriente, lleno de ruidos diversos, de
martillos, sierras, morteros y tijeras, de carreras de frailes, de repiques de
campanas, de maullidos, cacareos y rebuznos, estaba satisfecho.
¡Cuántas cosas ha aprendido mi fray Perico en la escuela!‐
48 ‐Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
49 ‐21
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
Los melones de la montaña
Pero el padre superior no se contentaba como San Francisco. Un día, harto del
poco aprovechamiento de fray Perico, le castigó a trabajar de firme en la huerta.
Fray Cipriano, el hortelano, movió la cabeza preocupado cuando fray Perico,
después de mirar el azadón como si fuera un bicho raro, lo asió al revés y, al
levantarlo, se dio un golpe en la cabeza que se quedó casi sin sentido. Fray
Cipriano le regañó por su poca maña y el lego, un poco mohíno, volvió a
intentar clavar el azadón en el suelo. Pero lo hizo con tan poca puntería que casi
se quedó sin pies.
—¡Ay!
Los frailes, después de ver que fray Perico no se había hecho mucho daño,
comenzaron a reírse de buena gana, lo que molestó aún más al lego, que,
después de echarse saliva en las manos, tomó la herramienta y la alzó con las
manos, con tal ímpetu que se le escapó y salió volando por encima de un
ciruelo.
El hermano hortelano guardó el azadón y le mandó a tomar melones, pues
eran los primeros días de agosto.
Fray Perico ensilló el borrico y salió silbando, vereda adelante, con un gran
serón para la mercancía. Al llegar al río, se paró. Allí no había melonar por
ninguna parte. Había álamos, zarzamoras, robles, olmos, chopos, pero el
melonar estaba tan escondido que, ni siquiera después de rezar hasta una
docena de Padrenuestros a San Antonio, aparecía ni vivo ni muerto.
‐gritó el pobre fraile, soplando sus dedos magullados.‐
¿Qué haces ahí? ‐le preguntó fray Sisebuto, que iba a la fragua.‐
Nada, que vengo por melones y han robado el melonar.‐
el monte.
Fray Perico tomó el burro y fue hacia aquella parte. Cuando llegó, se quedó
con la boca abierta. Los melones eran tan pequeñitos que parecían ciruelas. El
fraile se subió a un árbol y comenzó a coger el fruto. Se comió uno de un bocado
y exclamó estupefacto:
¡Pero, hermano! ¿No lo ves allí? ‐exclamó el padre herrero, señalando hacia‐
Fray Perico no quiso ni enterarse y, después de llenar el serón, lo cargó sobre
el asno y subió cantando al convento. Cuando fray Mamerto metió las narices
en el canasto, dio una patada en el suelo y vociferó:
¡Atiza, si tiene hueso dentro!‐
Pero, ¿qué traes ahí?‐
Melones.‐
¡Pero si son ciruelas! ‐chilló fray Mamerto.‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Me he equivocado de árbol ‐se excusó humildemente fray Perico.‐
50 ‐El fraile explicó a fray Perico que los melones nacían a ras del suelo y,
después de asirle de una oreja, le llevó al melonar y le señaló los hermosos
frutos que se escondían entre las matas.
‐
El hortelano le ordenó tomar cuatro docenas y cargarlos en el serón que
llevaba Calcetín, y se fue a regar los tomates. Silba que te silba, fray Perico cargó
las cuatro docenas y subió camino del convento. Silba que te silba atizó al
borrico dos palos, pues era hora de comer y el burro no tenía ganas de trabajar a
pleno sol y cuesta arriba. Un par de coces y los melones saltaron por el aire y
echaron a rodar, cuesta abajo, camino del pueblo.
¡Qué saltos y tumbos daban por las peñas!
Fray Perico, por tomar todos no tomó ninguno. Parecían de goma, giraban,
botaban, volaban por el aire. Un rebaño de cabras que cruzaba por el sendero
echó a correr cuando vieron aquel alud que se les venía encima.
El pastor chillaba, los perros ladraban en pos de los zancajos de fray Perico,
que corría detrás de los melones fugitivos.
El tío Zanahorio subía con un carro de mies y se echó las manos a la cabeza.
Los melones pasaron por debajo del carro; detrás los perros, y al final fray
Perico, el cual llegaba desalado por encima del barranco que bordeaba el
camino. De un brinco cayó sobre el montón de mies apilado encima del carro.
Las mulas se espantaron y el vehículo se vino abajo con un ruido y una
confusión de mil diablos. Asomó la cabeza el fraile entre las doradas espigas, y
pudo ver cómo, allá a lo lejos, llegaban los melones a la plaza del pueblo, entre
los gritos de alegría de los vecinos, que recibieron aquel maná como llovido del
cielo, pues era ya la hora del postre.
Fray Perico subió avergonzado al convento, y los frailes ni siquiera le
saludaron de lo enfadados que estaban. Sobre todo fray Gaspar, el del tejar, al
que le gustaban mucho los melones desde pequeñito. El padre superior no dijo
ni pío; pero era el peor, pues se le puso una cara más larga que un ciprés.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Caramba, se esconden como los topos. ¡Así, ya podía yo buscarlos!‐
51 ‐22
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
¿Dónde nacen las patatas?
San Francisco le consoló, poniendo un rostro bondadoso como el de un padre
cuando ve a un hijo triste. Pero, como todo pasa, a los frailes se les pasó pronto
el enfado, pues al fin y al cabo les hacían gracia las simplezas de fray Perico. Por
eso fray Cipriano, un lunes por la tarde, ordenó a fray Perico sacar las patatas
del huerto:
‐
Y no olvides que las patatas no están en los árboles.‐
¿Pues dónde están? ‐preguntó lleno de admiración el lego.‐
Escondidas en la tierra.‐
Fray Perico se fue al huerto, con la azada al hombro, dispuesto a no quedar
mal esta vez. Lo hacía por San Francisco, que no ganaba para disgustos y ponía
siempre buena cara; aunque más razón tenía para ponerla avinagrada, como la
del padre prior. Llegó el lego al huerto, escarbó aquí y allí y no encontró ni una.
¡Qué divertido! Ni que fueran un tesoro.‐
Cavó junto a un pino, hizo un hoyo junto a la tapia, pero sólo encontró
chinarros, lombrices, una sandalia vieja, una sartén apolillada, un nido de
topos. Nada.
«Estarán más abajo», pensó el fraile.
Cava que te cava, hizo un agujero cada vez más hondo: un metro, dos
metros, tres, cinco, ¡qué sé yo!...
Los frailes, a la hora de la cena, echaron de menos a fray Perico. Fray
Ezequiel, el de la miel, que en la mesa tenía su puesto al lado, preguntó:
¡Caramba, ya empezamos!‐
¿Dónde está fray Perico?‐
Se fue esta tarde por patatas al huerto.‐
Pues es de noche y no ha vuelto.‐
El hortelano salió al patatal dando gritos y voces, miró en los corrales, junto a
la noria, en las tomateras y ¡cataplum!, cuando pasaba junto al nogal, se lo tragó
la tierra.
El pobre fraile no había visto el agujero que fray Perico había cavado en
busca de las patatas y se cayó de cabeza.
Alguna de las suyas habrá hecho ‐refunfuñó fray Cipriano.‐
cansado de tanto cavar.
¡Ay! ‐chilló fray Perico que, sentado en el fondo, dormía plácidamente,‐
Pero, ¡demonios! ¿Qué haces aquí, fray Perico? ¿No te mandé sacar patatas?‐
Fray Cipriano se desternillaba de risa, pero luego se quedó muy serio cuando
quiso salir del agujero y no pudo, ni aun poniéndose de pie sobre los hombros
de fray Perico. Los dos frailes se acurrucaron en el fondo y pasaron la noche
roncando como unos benditos. Lo peor fue que fray Sisebuto, al amanecer, puso
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Pues ya estoy escarbando, pero soy tan tonto que no encuentro ni una!‐
52 ‐en marcha la noria. Borboteó el agua por la acequia camino del campo de
repollos, donde fray Perico había hecho el agujero, y comenzó a caer a torrentes
sobre las cabezas de los dos frailes. Fray Sisebuto se quedó atónito. ¿De dónde
salían aquellos gritos?
Corrió hacia los repollos y vio un agujero, grande como un pozo, de donde
salían ayes y voces desesperadas. Pensó que sería algún alma en pena que
quería escaparse del purgatorio, pero al arrimar la oreja oyó la voz de fray
Perico. Fray Sisebuto fue a cortar el agua, gritando ¡so! al burro, que estaba
dando vueltas a la noria; luego trajo una escalera, la puso en el hoyo y por ella
subieron, hechos una sopa, los dos frailes, ante el asombro de fray Sisebuto.
Fray Cipriano se fue a la cama tiritando, y estuvo ocho días con un catarro
morrocotudo.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
53 ‐23
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
Lluvia de tomates
El pobre fraile, de buena gana hubiera echado del huerto a fray Perico; pero
como los tomates estaban en sazón y fray Mamerto, el del huerto, estaba cojo,
de un clavo que se había hincado en el pie, fray Cipriano ordenó a fray Perico
cortar los tomates a toda prisa. Estaban los tomates maduros, y fray Perico
comenzó a tirar los más pasados por encima de la tapia del huerto, por donde
pasaba el camino del pueblo.
La suerte quiso que el primero cayese en el rostro del tío Carapatata que iba
en su caballo; espantóse éste, dio una coz al aire y envió al jinete por encima de
la valla. El tío Carapatata cayó sobre las espaldas de fray Perico, que estaba
agachado sin pensar en lo que se le venía encima, y ¡Dios bendito, la que se
armó!
Fray Perico se levantó deslomado, cogió un tomate maduro y rojo como una
amapola y lo aplastó en la cara sebosa y ancha del tío Carapatata. Éste tomó
otro y lo lanzó al rostro del fraile, pero se agachó fray Perico y el proyectil fue a
parar a los ojos de fray Tiburcio, que venía con una carretilla.
El fraile se enfureció y, tomando del suelo otro de los frutos averiados, lo
lanzó contra el labriego, con tan mala fortuna que fue a estrellarse contra fray
Opas, el cual venía rezando su breviario en compañía de fray Olegario y de fray
Ezequiel.
Los tres religiosos dejaron sus tranquilos rezos por un momento y, enojados
por aquella broma, tomaron los tomates más hermosos que asomaban,
encendidos como brasas, entre las matas y repelieron con ellos la agresión. Fray
Sisebuto cayó al suelo, derribado de un tomatazo; el tío Carapatata, que abría la
boca para reírse con todas sus ganas, se quedó mudo cuando otro tomate se le
incrustó entre los dientes.
En menos que canta un gallo se generalizó la pelea fuera y dentro del
convento, de tal manera que no había árbol ni ventana del que no saliese un
disparo traicionero. Desde lo alto de la torre, fray Balandrán, que había pedido
a fray Perico le atara un cesto bien repleto a la cuerda de la campana, arrojaba
certeramente sus municiones contra el tío Carapatata, el cual tuvo que saltar de
nuevo la tapia y poner pies en polvorosa.
Fray Pirulero lloraba desde la ventana de la cocina, pensando que se quedaba
sin ensalada para todo el año. Y fray Cipriano, el hortelano, veía visiones
contemplando cómo, del cielo despejado y sin una nube, caía una granizada de
tomates.
Todo acabó cuando el padre superior, que, montado en Calcetín, venía de
predicar en el pueblo, se presentó como el Cid Campeador en aquel campo de
moros y cristianos. Los frailes quedaron inmóviles, con las manos en el aire
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
54 ‐unos, agachados otros, torcidos los de más allá, sorprendidos todos en actitud
guerrera.
Fray Nicanor no dijo ni pío, se metió en la capilla y se postró ante San
Francisco, que estallaba de risa al pensar en las escenas que acababa de ver por
la ventana de la capilla. El santo, no obstante, comprendió que el padre Nicanor
estaba indignado con mucha razón, y asintió con la cabeza cuando el superior,
después de dos horas de meditación, dijo con voz cavernosa:
‐
Y dando un portazo se fue pasillo adelante, enojado, y con razón, por los
manchones de tomate que se veían por las paredes. En la fuente del patio se
encontró a fray Perico, que se estaba lavando los faldones del hábito, todavía
pringosos por la feroz batalla. Y, asiéndole por una oreja, lo llevó al corral,
donde estaba fray Pascual quitando el estiércol con un rastrillo.
Desde hoy comerá todo el mundo pan y cebolla para merendar.‐
de trueno.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Desde hoy ayudarás al hermano Pascual a cuidar de la granja ‐gritó con voz‐
55 ‐24
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Las tres cabras
El hermano Pascual bajó la cabeza, resignado ante la mirada severa del
superior, y no se atrevió a rechistar, pues no estaba el horno para bollos. Fray
Perico empuñó humildemente el rastrillo y comenzó a limpiar el establo, que
tenía un metro de alto de porquería. Al rato tuvo que parar para respirar por la
ventana, pues el estiércol no olía a lirios precisamente; luego, después de tomar
aire, se puso una pinza de la ropa en la nariz y siguió su tarea con tanta rapidez
y diligencia que, no reparando en que una vaca estaba tumbada en un rincón, le
dio un pinchazo de padre y muy señor mío. La vaca mugió, levantó los cuernos
con rabia, y de una cornada mandó por la ventana al hermano Pascual, atareado
en echar pienso en las pesebreras. A los gritos acudieron los frailes, y a todo
correr llevaron al pobre hermano a la enfermería, donde el padre Matías le cosió
un siete que tenía en las posaderas.
Fray Perico regañó a la vaca por sus malas pulgas y, muy compungido, se
puso a ordeñar otra, muy gorda y mansurrona, que no hacía más que sonar el
cencerro. Mientras la ordeñaba rezó un rosario por el hermano Pascual; pero al
llegar al quinto misterio se dio cuenta de que había puesto el cubo boca abajo y
la leche se había vertido por el suelo.
De buena gana hubiera puesto a la vaca el cubo en la cabeza, pero
resignadamente se acercó a otra, colorada y más gorda que la anterior, y,
después de poner el caldero como Dios manda, se puso a sacar el tibio líquido
de la ubre, cuidando de no desperdiciar una gota. Mas al terminar, el animal, no
sé por qué razón, dio una patada al caldero y lo estrelló contra el techo.
Fray Perico, más paciente que el santo Job, tomó el cubo e inició su tarea con
la tercera, que era una vaca blanca y negra, delgada y con cara de pocos amigos.
Fray Perico le pisó la cola con el pie para que no se moviera, y consiguió vaciar
las ubres, a pesar de los bufidos del animal.
Ya se iba camino de la puerta con el cubo lleno hasta los bordes, cuando la
vaca, fastidiada, levantó la cola y le dio un latigazo en la cara que casi le deja
ciego. Fray Perico, sorprendido, perdió el equilibrio, soltó el caldero y cayó
dando tres volteretas por el suelo.
El fraile se sacudió el hábito, que con la mojadura se había vuelto blanco, y
salió malhumorado del establo, dispuesto a ordeñar a las tres cabras que
estaban atadas al nogal, mordisqueando hierba. Las cabras le miraron con sus
grandes ojos altivos, y maliciando que el fraile venía a llenar el caldero a costa
de ellas, bajaron la testuz, rompieron las cuerdas y arremetieron contra fray
Perico.
Este tiró el caldero, se remangó los hábitos y echó a correr hacia el convento.
Venía la comunidad tan campante, rezando el rosario, pues era el día de Todos
los Santos, y los frailes volvieron la espalda y pusieron pies en polvorosa
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
buscando cada uno el mejor lugar donde refugiarse. El que menos corría era
fray Pascual, todavía dolorido en su parte posterior por los cuernos de la vaca, y
la primera cabra fue a estrellarse allí precisamente, con gran duelo del fraile.
Del envite fue a parar a una zarza cercana al camino.
Fray Olegario se subió a una cuba, pero la segunda cabra se encaramó
también y el fraile, de un brinco, se asió a la parra que cubría la puerta trasera
del convento. Los demás entraron al monasterio atropellándose en el umbral.
Mas, al llegar fray Sisebuto con sus ciento y pico kilos, se atarugó en la entrada,
y gracias a la arremetida de la tercera cabra, que venía lanzada de lejos, pudo
salir de aquel atolladero, al ser disparado como un cañonazo contra la pared del
vestíbulo. San Francisco se quedó perplejo cuando vio llegar al primer fraile:
abrió la puerta, la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó y, por la escalera de
la torre, desapareció. Todo fue en un abrir y cerrar de ojos, a una velocidad
endiablada. Al instante llegó otro fraile, abrió la puerta, la cerró, se persignó, se
arrodilló, se levantó y, por la escalera de la torre, desapareció. El tercero abrió la
‐
56 ‐Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
57 ‐puerta, la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó, y, por la escalera de la
torre, desapareció.
El cuarto abrió la puerta, no la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó y, por
la escalera de la torre, desapareció. El quinto no abrió la puerta, porque ya
estaba abierta, ni la cerró, sí se persignó, no se arrodilló ni se levantó, sino que, a
todo correr, por la escalera de la torre, desapareció.
San Francisco estaba bizco de tanto abrir y cerrar, tanto persignarse y
santiguarse, agacharse y levantarse, pues, después de los cinco primeros,
pasaron otros diez frailes y cada uno abrió y cerró, se persignó, se arrodilló, se
levantó y desapareció por la escalera de la torre como alma que lleva el diablo.
Al final pasaron tres cabras bufando, que no se entretuvieron en abrir ni cerrar
la puerta, ni en persignarse, arrodillarse y levantarse, sino que siguieron el
camino más corto, detrás de los talones de fray Simplón; que tomó las primeras
vueltas de la escalera de caracol más rápido que una peonza.
‐
aquellas carreras tan precipitadas.
Al fin, compadecido de los ayes y lamentos de sus frailes, y temeroso de que
la torre se viniera abajo, tal era el estruendo que se sentía, llamó dulcemente a
las cabras y éstas se llegaron a los pies del santo, sumisas y arrepentidas, como
si fueran dóciles ovejas.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Parecen los encierros de San Fermín ‐murmuró San Francisco, admirado de‐
58 ‐25
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Hermanas pulgas
Fray Perico, que para que no le regañara el superior se había escondido en la
cochiquera, pasó allí la noche con cinco cerdos gordos y lustrosos, que no
cesaron de gruñir, roncar y masticar ni un instante. Unos picorcillos le
advirtieron que, además de los cinco cochinos, había una infinidad de
habitantes invisibles, pequeñitos, pero con una mandíbula fuerte como la de un
león hambriento.
‐
Fray Perico, compadecido de los gruñidos de los cerdos y pensando cuánto
agradaría a los frailes hacer una obra de misericordia, abrió la pocilga, ató los
cerdos con una cuerda y se los llevó al convento, procurando hacer el menor
ruido posible. Roncaban los frailes a pierna suelta, pues eran las tres de la
mañana, y fray Perico, averiguando por los ronquidos cuál era la celda de fray
Sisebuto, abrió la puerta y acostó al primer cerdo, el más gordo y lustroso, en la
cama del fraile. Luego buscó la celda de fray Pirulero que, como también era
gordo, sería un excelente compañero para cualquiera de sus cochinos. Otro lo
acostó en el lecho del propio padre Procopio, el del telescopio, pues era muy
amante de bichos y plantas, y otro con fray Pascual que, como estaba magullado
por las cornadas recibidas, necesitaba calor y compañía.
El último lo metió en la cama de fray Opas. Los cinco cerdos quedaron bien
arropados, y pronto sus ronquidos denotaron que no echaban de menos el heno
húmedo e incómodo donde habían dormido.
¡Qué susto el de los cinco frailes cuando despertaron al día siguiente!
Fray Procopio creía que estaba aún soñando cuando vio aquel animalote que
le lamía la cara con la lengua. Pegó un pellizco al cerdo para ver si era sueño o
realidad, y aquél le dio un mordisco en la barba que casi se la arrancó de cuajo.
El padre superior llamó airado a fray Perico:
¡Son pulgas! ‐dijo el fraile‐. Así no hay quien duerma...‐
¿Por qué has hecho esto, fray Perico?‐
y el que come medio pan debe dar el otro medio. ¿Qué mal he hecho yo al dar
medio colchón a estos pobres infelices?
No supo qué contestar el padre superior y le pareció de perlas la idea.
Pero en esto llegó fray Simplón rascándose; sin duda, las pulgas que los
gorrinos llevaban en sus martirizadas costillas.
El padre superior comenzó a rascarse también, pues no hay cosa que se
contagie mejor que el picor de una pulga; luego se rascó fray Ezequiel y
después fray Cucufate, y al final se rascaban todos contra los quicios de las
puertas. Fray Nicanor pensó que lo mismo que la pocilga era sólo de los cerdos,
así el convento debía ser sólo de los frailes. Y cada uno en su casa y Dios con
todos; aunque temía la cara de San Francisco cuando se enterara de lo que iba a
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Padre, su reverencia siempre dice que al que le sobra media capa debe darla,‐
59 ‐hacer: dar dos puntapiés a los cerdos en el trasero y mandarlos a freír
espárragos con sus pulgas y sus ronquidos. Así lo hizo, y fray Perico retiró sus
huéspedes y los llevó de nuevo a su corral con sus hermanas las pulgas.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
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60 ‐26
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¡Alabad, todos los animales, al Señor!
Aquella noche, fray Perico durmió en el gallinero, donde más de trescientas
gallinas blancas, negras, grises y de todos los colores dormitaban con la cabeza
debajo del ala. Los gallos dormían en lo alto, arrogantes como mandarines
chinos, y los pollos en los cestos, tapados con mantas.
A eso de medianoche, los cánticos de los frailes llegaron desde la capilla
hasta el humilde corral. Los salmos de los religiosos cobraban una nueva vida al
escucharlos desde el calorcillo del gallinero. La letra inmóvil y muerta de los
libros amarillentos revivía, como revive con el sol la savia de los troncos
aletargados:
‐
la tierra!
Fray Perico escuchaba los salmos de sus hermanos, monótonos e insistentes:
¡Alabad, todos los animales, al Señor! ¡Alábenle, todas las aves que pueblan‐
El fraile levantó la cabeza, recorrió con su mirada todos aquellos perezosos
animales que dormían a pierna suelta, bien comidos y bebidos como estaban,
sin importarles un ardite los salmos, ni las alabanzas a su Señor, ni los ruegos
de los frailes; y no pudo aguantar más. Asió una estaca y, a estacazo limpio,
despertó a pollos, gallinas y gallos, gritando:
¡Alabadle, alabadle todos los que tenéis plumas!‐
Fray Perico abrió la puerta del gallinero y toda la turba alada salió en confuso
tropel al corral. Y de allí, el fraile, con su vara, la encaminó hacia la puerta de la
iglesia.
En un santiamén el recinto se llenó de gallos y gallinas, de pollos, de patos,
gansos y pavos, ante la mirada estupefacta de los frailes, que se quedaron con el
salmo a medio terminar.
Fray Balandrán, al ver invadidas sus posesiones, tomó el apagavelas y
sacudió estopa a las aves más atrevidas. Los demás hermanos las espantaban
como podían, saltando por encima de los bancos, y pronto el aire se llenó de
plumas, de cacareos, de kikirikíes, de graznidos, de rebuznos y de coces, pues a
fray Calcetín le picó un gallo en la cabeza y el asno dio un par de coces que
rompió un reclinatorio. A fray Bautista se le instalaron tres gallos en el fuelle, y
cada vez que apretaba salía un gallo por un tubo. Fray Sisebuto se espantaba las
gallinas como si fueran moscas, y al padre superior le hizo caca una en el
hombro derecho.
Sin embargo, no se enfadó, pues observó la cara de satisfacción que tenía el
santo, todo rodeado de picos, crestas, patas y plumas, y ordenó que siguiera el
rezo del hermoso salmo:
¡Hale, gandules! ¿No oís cómo os llaman? ¡Vamos todos a alabar al Señor!‐
siempre!
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Adorad al Señor, aves del cielo y de la tierra, cantadle y ensalzadle para‐
61 ‐Y las aves comenzaron un guirigay de mil demonios ensalzando al Señor,
quien, seguramente, tuvo que taparse los oídos por no quedarse sordo. Y lo
mejor fue que una gallina puso un huevo en la capucha de San Francisco; y
todas las demás, tomando ejemplo, comenzaron a poner cada una los que podía
por los rincones, y quedó el suelo como si un pedrisco hubiera volcado
toneladas de granizo desde el techo de la iglesia.
Sólo sé que fray Pirulero hizo tortilla francesa todas las mañanas durante un
año, y que las gallinas, todas las noches, al oír el jubiloso salmo, salían de su
letargo y, después de cacarear como descosidas, ponía cada una media docena
de huevos, los cuales, algunas veces, tenían hasta dos yemas.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
62 ‐27
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
La lluvia
Muchas y muchas cosas pasaron durante aquel largo invierno en el monasterio;
pasó también la primavera y llegó el verano, un verano seco y agobiante como
hacía tiempo no se había conocido.
El campo estaba abrasado. Una gran sequía asolaba la comarca. El pobre fray
Mamerto, el del huerto, sólo cosechaba cardos borriqueros. Cuando escarbaba
en la tierra, le salían patatas achicharradas, echando humo. Fray Pirulero, el
cocinero, asaba las castañas en las losas del patio, y las mujeres del pueblo
freían los pimientos en las tejas. Fray Sisebuto, el herrero, no encendía la fragua.
Sacaba el hierro al sol y se ponía al rojo vivo. San Francisco estaba asustado. Las
velas del altar estaban dobladas. Por la noche oía a los patos protestar, ¡cua, cua,
cua!, pidiendo un poco de agua. El que más sufría era fray Olegario, que sudaba
tinta cuando escribía sus librotes después de la siesta y ponía las hojas perdidas.
El único que soportaba bien su trabajo era fray Bautista, el organista, pues
cuando tocaba, un airecillo agradable salía de los tubos del órgano.
‐
del coro.
Allá en la pastelería, fray Cucufate, el del chocolate, estaba desesperado. Con
el calor todo se derretía, y estaban el suelo, las mesas, las alacenas, hechos un
asco.
No podía abrir la puerta porque todo bicho que entraba, mosca, mosquito,
mariposa, escarabajo o abejorro, salía embadurnado de chocolate hasta las
orejas. El huerto se llenó de animales extraños que se relamían posados sobre
los repollos o sobre las ramas de los ciruelos.
Y, como seguía sin llover, los frailes tocaron la campana y sacaron en
procesión de rogativas al Santo, que iba tan contento de dar una vuelta por los
alrededores.
La gente del pueblo se sumó al cortejo. Como eran muy tozudos, iban con las
manos en los bolsillos y miraban de reojo al Santo, como diciendo: «Si no cae
agua, te tiramos al río». En lo alto sólo había una nube blanca, y todos miraban
a la nube; hasta San Francisco, que tenía la cara preocupada sin saber cómo iba
a terminar aquello.
Al llegar al río, las ranas protestaron: ¡croa, croa, croa!, y el tío Carapatata,
que estaba quemado porque sólo había recogido una rama de perejil en su
huerto, se burló del Santo y dijo:
Toca más fuerte ‐gritaban los frailes, que sudaban la gota gorda en lo alto‐
Fray Sisebuto no pudo más: se remangó los faldones, se subió las mangas y
de un puñetazo lo lanzó de cabeza al río.
En un momento se armó la de San Quintín: capuchas por aquí, boinas por
allá, bastones, cirios.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Cua, cua, cua!‐
63 ‐San Francisco se enterneció. Vio a sus frailes aporreados y maltrechos por
culpa suya: a fray Nicanor, el superior, sin dientes; a fray Sisebuto, sin barba; a
fray Ezequiel, con un ojo hinchado, y no pudo más. Guiñó un ojo a la nube y la
nube comenzó a descargar unos granizos gordos como huevos de gallina.
Allí se acabó la guerra. Todo el mundo se metió bajo las andas del Santo,
abrazados como hermanos, sin acordarse de golpes ni puñetazos. Luego
comenzó a llover, y a relampaguear, y a tronar; y toda la noche se la pasaron
frailes y aldeanos acurrucados bajo las andas de San Francisco, sin atreverse a
sacar la nariz.
Al amanecer salió el sol, y salieron todos de su escondrijo, como los caracoles
tras la tormenta. San Francisco estaba un poco magullado y descolorido, pero
sonreía. La procesión volvió camino del convento y, como la sonrisa es
contagiosa, la alegría volvió al pueblo y empezó a florecer en el convento.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
64 ‐28
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
La visita
Desde aquel día, el padre superior, que era más serio que un dolor de muelas,
no volvió a regañar a fray Perico cuando se dormía en el rezo, y hasta él mismo
daba alguna cabezada que otra a la hora de maitines.
Echaba carreritas por los pasillos cuando nadie le veía, y un día soltó durante
la comida un saltamontes que cayó en el plato de fray Ezequiel, y nadie
sospechó que había sido fray Nicanor, que se mondaba bajo la capucha. Y los
ratones, envalentonados, se instalaron en la despensa de fray Pirulero y en los
tubos del órgano de fray Ezequiel. Por la noche, los frailes dormían con
calcetines, aunque estaba rigurosamente prohibido.
Hasta que un día, el padre visitador se enteró de todas esas cosas y se
presentó de improviso en el convento. Llamó a la puerta y nadie le abrió; llamó
otra vez y otra, y se quedó con la cuerda de la campanilla en la mano.
‐
Entró por una ventana y se encontró a fray Simplón jugando con el gato.
Cogió al fraile de la oreja y le gritó:
¡Vaya convento!‐
¿Por qué no has abierto la puerta, hermano?‐
El padre visitador se puso colorado por la poca caridad que había tenido y se
metió en la iglesia. Los frailes estaban en oración y quedó impresionado del
recogimiento que reinaba en el recinto. Pasó una hora, dos, y el padre visitador
notó por los ronquidos que estaban todos durmiendo.
Tosió y los frailes, sobresaltados, se despertaron y se les cayeron los libros al
suelo.
Porque soy sordo.‐
Conque soñando, ¿eh?‐
El padre visitador quedó un poco confuso. Vio a San Francisco, que se había
puesto serio para disimular, y se reclinó un momento para rezar un
Padrenuestro.
Sí, padre, soñábamos con el cielo.‐
también debo de estar soñando.
Al llegar al comedor se sentó a la mesa con los frailes. Probó la miel de fray
Ezequiel y dijo:
Parece que San Francisco mueve la barba ‐se dijo el padre visitador‐. Yo‐
Probó el chocolate de fray Cucufate y dijo:
Está exquisita.‐
Probó el vino de fray Silvino y dijo:
Está delicioso.‐
Los frailes se quedaron avergonzados. Fray Pirulero llegó con su perola, unas
judías con chorizo. El padre visitador las probó, torció el gesto y dijo:
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Está sabrosísimo. ¡Ya veo que hacéis poca penitencia, hermanos!‐
‐
Los frailes se echaron cuatro cazos cada uno y se lo comieron sin rechistar.
Quedó el padre visitador muy edificado de la austeridad de los frailes y
subió a inspeccionar las celdas.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
65 ‐Hermanos, el que se coma esto ganará el cielo.‐
66 ‐29
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
La campana
Cuando vio la celda de fray Olegario, llena de pajaritas de papel, y las lagartijas
de fray Procopio, y a fray Silvino llegar patinando por el pasillo, y a fray
Mamerto, que tiraba tomates a fray Cucufate detrás de las tapias, se puso hecho
un basilisco.
El colmo de su furor llegó al encontrar un borrico durmiendo en la cama, con
calcetines y todo. Reunió a toda la comunidad en el claustro y allí se llegaron
todos temblando, esperando una buena regañina.
El visitador se mesaba la barba, se rascaba la oreja. No sabía qué hacer. ¡Vaya
convento! Todo eran carreras, ronquidos, bichos, risas... ¡hasta santos que
movían las barbas!
Había, junto a la torre, una pesadísima campana del tiempo de los moros,
que debía de pesar varias toneladas.
Lo malo fue que el padre visitador, cuando paseaba meditabundo, dando
vueltas a la cabeza sobre qué castigo pondría a los frailes, se paró ante la
campana, miró al campanario, midió con la vista los treinta metros de la torre y
se dio una palmada en la frente.
Fray Sisebuto, que fue el primero que comprendió sus pensamientos, se fue
por la cuerda del pozo para subir la campana, pues ése era sin duda el castigo
que al padre visitador se le había metido en la sesera. Fray Ezequiel fue por la
garrucha, la garrucha de las piedras gordas que se encontraba en la bodega.
Sólo de subir la garrucha se arriñonaron dos frailes.
Cuando estuvo puesta la garrucha en lo alto de la torre y la cuerda atada a la
campana, el padre visitador se dirigió a los frailes y dijo:
‐
Dispensen, hermanos; arremánguense que hay trabajo para todos.‐
Yo tengo sabañones ‐dijo fray Simplón.‐
Y yo tengo tortícolis ‐observó fray Balandrán.‐
Yo tengo paperas ‐terció fray Nicanor.‐
Y yo, el baile de San Vito ‐rezongó fray Olegario.‐
Los frailes se aferraron a la cuerda de mala gana... ¡pero nada!
Pues tirad, tirad, que esto lo cura todo.‐
¿Por qué no traemos el burro? ‐protestó fray Procopio.‐
al convento
A fuerza de ruegos y de empujones, los frailes ataron al asno al extremo de la
cuerda. La polea comenzó a crujir y la campana empezó a elevar
majestuosamente el vuelo.
Es verdad, hace días que no da golpe. Además, es el que más jaleo ha traído‐protestaron todos.‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Ya quedaba poco trecho para que la campana llegara a su destino, cuando
fray Perico, que venía de la cocina comiéndose el postre, se detuvo con la boca
abierta junto a la fila de frailes. ¡Era hermoso ver subir aquel mastodonte de
hierro como si fuera de hojalata! Fray Perico arrojó al suelo la cáscara de
plátano, el padre visitador la pisó, perdió el equilibrio y, ¡cataplum!, los veinte
frailes tropezaron uno tras otro y la campana se precipitó al barranco.
Los frailes quedaron colgando y pataleando en el vacío, cada uno a diversa
altura, agarrados a la cuerda. Todos gesticulaban, todos daban gritos y, al
extremo, el borrico, que rebuznaba como un descosido.
Fray Perico, con las manos en la cabeza, no sabía qué hacer. Corrió por el
cuchillo de la cocina, lo afiló y, agarrando el extremo de la cuerda atada a la
campana, ¡zas!, de un tajo la cortó. Fue todo en un instante. El burro y los frailes
cayeron en confuso tropel. Fray Perico, que aún sostenía el otro cabo, subió
como por ensalmo al campanario y quedó colgado de la garrucha.
¡Animo, ánimo! ‐gritaba el visitador‐. Yo os ayudaré.‐
67 ‐Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
‐
68 ‐@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@
Los frailes se levantaron doloridos y maltrechos, y el padre Nicanor, con una
pierna rota; los demás, descalabrados, tullidos y magullados. El único que había
salido sin un rasguño fue el padre visitador, que se miraba todos los huesos,
maravillado de estar sano y salvo.
Pero lo que más le maravilló fue que los frailes, caídos en el suelo, se partían
de risa, tomaban la cosa a broma y sus semblantes no reflejaban dolor, sino
alegría.
‐
resbalón!...
He tenido yo la culpa, he tenido yo la culpa ‐repetía el visitador‐. ¡Maldito‐
Así me estaré dos meses en la cama.
El padre visitador se fue a despedir de San Francisco, que estaba muy serio y
no movía las barbas. El fraile rezó muy compungido, arrodillado ante el altar.
¡Bah! ‐le tranquilizó el padre Nicanor pidiendo el bastón a fray Olegario‐.‐
reñida con la penitencia!
Entonces
sonreía. El fraile se levantó, echó a andar hacia atrás y, de pronto, salió
corriendo. A fray Pirulero no le dio tiempo de desearle buen viaje. Corre que te
corre, pesaroso de haber pensado mal de aquellos buenos frailes, llegó a su
monasterio y se dirigió al Capítulo General, donde los más ancianos estaban
reunidos muy serios, muy serios, acariciando sus barbas blanquísimas. Llegó el
fraile, se tropezó en los dos escalones y, ¡cataplum!,, cayó de bruces delante de
la Asamblea.
Los religiosos, al ver que el fraile no se había hecho daño, rieron de buena
gana, olvidaron su enojo y dijeron:
¡Qué cernícalo he sido! ¡Ahora me doy cuenta de que la alegría no está‐¿estaría soñando?‐ observó que San Francisco se sonreía. ¡Sí, sí!, se‐
El fraile, alegre por haber salvado el Convento de San Francisco, sonrió para
sus adentros y se dijo:
Hermano, tenemos que quitar esos escalones.‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Si supieran que lo he hecho aposta!‐
69 ‐Índice
∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙ ∙
1. Esto eran veinte frailes ……………………………………… 2
2. Fray Perico …………………………………………................ 4
3. Aprendiz de fraile …………………………………………… 6
4. Fray Cucufate ………………………………………………... 8
5. La escoba ……………………………………………………… 10
6. Las vacas sin cola …………………………………………...... 12
7. Los ratones ……………………………………………………. 14
8. La feria ………………………………………………………… 16
9. Los gitanos ……………………………………………………. 19
10. El borrico ………………………………………………………. 21
11. ¡Fantasmas en el convento! ………………………………….. 24
12. El usurero ……………………………………………………… 27
13. El anillo prodigioso …………………………………………… 30
14. Un fraile más …………………………………………………… 33
15. El lobo …………………………………………………………... 35
16. El arca de Noé ………………………………………………….. 38
17. Sopa de letras …………………………………………………... 41
18. Pajaritas de papel ……………………………………………… 43
19. ¡A la escuela! …………………………………………………… 44
20. Los deberes ……………………………………………………… 46
21. Los melones de la montaña …………………………………… 48
22. ¿Dónde nacen las patatas? ……………………………………. 50
23. Lluvia de tomates ……………………………………………..... 52
24. Las tres cabras …………………………………………………... 54
25. Hermanas pulgas ……………………………………………….. 57
26. ¡Alabad, todos los animales, al Señor! ………………………... 59
27. La lluvia …………………………………………………………. 61
28. La visita ………………………………………………………….. 63
29. La campana …………………………………………………….... 65